No me admira. No soy para ella
fuente de inspiración ni tiene el mínimo interés en parecerse a mí. Es más, yo
diría que con cada gesto pretende marcar distancias y demostrar que es muy
opuesta a mí. Como si estuviese en plena adolescencia.
No lo entiendo. Se supone que está
en la tierna edad en la que yo debería ser un ídolo para ella, en la que
debería intentar imitarme y admiraría cada uno de mis pasos. Si atraviesa esta
época en la que las madres somos heroínas para nuestros hijos y yo he pasado
sin pena ni gloria para ella, me temo que posiblemente nunca disfrutaré de las
mieles de sus elogios.
No recuerdo ninguna vez que me haya
dicho que estoy guapa. En pocos momentos me regala algún halago porque
considere algo bien hecho. Normalmente, aquellas cosas que para cualquier niño
despertarían un gesto de gratitud hacia su madre, ella las suele evaluar con un
“bueno…”. Es extraño porque Teresa no es una niña desagradecida, egoísta, poco
cariñosa o despegada. Es algo que le ocurre solamente conmigo. Es exigente y el
listón siempre lo pone por encima de lo que yo podría alcanzar.
No le fascina mi trabajo ni quiere seguir mis pasos. Si dibujamos juntas odiará lo que yo he hecho. Nunca reconocerá que le gusta como voy vestida, lo más cerca que he estado de recibir un piropo es preguntar si lo que llevo puesto podrá ser para ella cuando crezca. Así es Teresa conmigo, exigente e inflexible, aunque eso sí, nunca escatima un te quiero.
No le fascina mi trabajo ni quiere seguir mis pasos. Si dibujamos juntas odiará lo que yo he hecho. Nunca reconocerá que le gusta como voy vestida, lo más cerca que he estado de recibir un piropo es preguntar si lo que llevo puesto podrá ser para ella cuando crezca. Así es Teresa conmigo, exigente e inflexible, aunque eso sí, nunca escatima un te quiero.